José Luis Centella se estrenó como secretario general del PCE con unas declaraciones que hicieron mucho ruido, pero que chocan con la realidad estremecedora que dibuja Fernando Paz.Hace ya bastantes años, cuando todavía no era secretario general del PCE, Francisco Frutos fue capaz de escuchar impávido, durante un debate en televisión, el relato de Armando Valladares de las torturas a las que había sido sometido en las cárceles cubanas, para acto seguido, sin una sola palabra de compasión, acusarle de estar vendido al “imperialismo yanqui”.
“En Cuba hay personas encarceladas porque han sido cómplices de atentados terroristas, porque han estado a sueldo de la embajada de Estados Unidos”: éstas palabras, de similar espíritu, ya no son de Frutos (ni tampoco de Willy Toledo, pese a que son calcadas de lo que afirmó tras la muerte de Orlando Zapata), sino de su sucesor al frente de los comunistas españoles, José Luis Centella, en una entrevista concedida a El País en noviembre del año pasado, tras su elección.
Armó bastante revuelo, porque además reivindicaba “no pedir perdón por la historia”: “Lo que tenemos que hacer es autocrítica, no pedir perdón”. Pese a reconocer que la URSS fue un “fracaso histórico” y que “en nombre” del comunismo se cometieron crímenes, denunciaba el capitalismo poniéndolo al mismo nivel: “Quienes celebran la caída del comunismo tienen poco que celebrar”.
Cien millones de muertos
Pero tal vez no piensen lo mismo quienes se acerquen a la última obra de Fernando Paz, El fracaso de una utopía. Porque tras su lectura queda muy mal cuerpo.
Y no por la cifra de muertos causados por esa ideología, cifra espantosa (no hay ninguna estimación realista que pueda bajar de los cien millones, es decir, el doble de los causados en todos los bandos, directa o indirectamente, por la Segunda Guerra Mundial, incluidos campos de concentración). Sino porque Paz se fija en los rostros concretos, con nombres y apellidos, de los responsables de las matanzas. Y el cuadro resultante mirando a los verdugos es casi peor que cuando imaginamos solamente el sufrimiento de las víctimas.
No se trata sólo de la permanente borrachera de vodka con la que los torturadores “soportaban” (sí, también ellos) la largas sesiones de tormento a los demás, que repugnarían a cualquier ser humano sereno llamado a desempeñarlas. Es que los expertos leninistas de la cheka y la NKVD se revestían incluso de ropajes de cuero para no mancharse con las vísceras de sus víctimas y poder desprenderse luego de su olor.
Y una peculiaridad del sistema soviético sobre otros totalitarismos: sus jefes participaban directamente en esas sesiones, que no se dejaban sólo a subalternos. Es el caso de Nikolai Yezhov, jefe de la NKVD.
Y, además, se despedazaban entre sí con crueldad no menor a la que empleaban contra los “enemigos de la Revolución”. Cuando Stalin se quiso desembarazar de su antiguo amigo Nestor Lakoba, a su vez dirigente del PCUS, le confió la labor a Lavrenti Beria, jefe de la policía secreta a partir de 1938 y hasta 1953. Beria envenenó a Lakoba, le arrancó las vísceras para impedir la autopsia, detuvo a su mujer y la torturó durante dos años hasta que murió, mandó apalear a su anciana madre hasta que la mataron a golpes, y mantuvo arrestados a sus hijos menores hasta que, con la mayoría de edad, buscó un pretexto y los ejecutó.
Beria fue, además, un cruel violador, con cientos de víctimas durante el tiempo que gozó de un poder máximo. Cuando, en las purgas post-estalinistas, fue detenido, en su casa se encontró ingente material de corte pornográfico e instrumentos sexuales de todo tipo. A principios de los noventa, en un chalet que ocupó en Moscú, apareció una docena de cadáveres, que resultaron ser mujeres jóvenes a quienes mató con sus propias manos.
“Mariconazos”
El libro de Paz recoge el entusiasmo con que tantos intelectuales europeos de izquierdas miraron estas hazañas de Stalin y su gente, y reproduce sonrojantes poemas de Pablo Neruda y Miguel Hernández.
Por cierto, que éste, en un versículo, llama “mariconazos” a Adolf Hitler y Benito Mussolini. Y es que se calcula que unos cincuenta mil homosexuales pasaron por el Gulag sólo por serlo. Aunque asesinos como Yezhov, en su desenfreno sexual, no reparaba en la condición masculina o femenina de su pareja, oficialmente estaba vigente la tajante afirmación de Máximo Gorki: “Exterminad a los homosexuales y el fascismo desaparecerá”, dijo el escritor en 1934, lo cual explica la alusión de Hernández.
El delirio camboyano
El último tercio de esta obra se consagra a China y Camboya, esto es, a Mao Tse Tung y al genocidio de Pol Pot sobre su propio pueblo (exterminó a una tercera parte de su población).
La Revolución Cultural china es, en términos cuantitativos, la mayor matanza de la historia de la humanidad, 38 millones de muertos, e introduce un matiz que sublimarían hasta el delirio los khmeres rojos: la reeducación.
Si a los comunistas soviéticos les bastaba una confesión firmada, aunque fuese tras meses de tortura, los comunistas chinos y camboyanos buscaban que el torturado terminase abrazando la fe del Partido con gozo y convicción. Y si los comunistas rusos se cebaban en la familia de los detenidos represaliándola, los asiáticos consideraban “individualista” el simple sentimiento de amor entre padres e hijos.
Lo de Pol Pot alcanzó límites de delirio, y hay testigos de torturas salvajes a niños sin tan siquiera relación con la posición política de sus padres, solamente por quererlos.
Tal vez haya quien no crea que deba pedir perdón por todo esto, porque considere ajeno al comunismo lo que ha sucedido en todos los países donde el socialismo se impuso. Lo sorprendente es la insistencia con que los Centella de turno reivindican la memoria histórica que les conviene. En la mentalidad marxista, pura ética de la fuerza y el poder, eso ni siquiera se llama hipocresía.
Por todo ello no es de extrañar que ahora la izquierda sea el Caballo de Troya del islamismo totalitario.
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