Azaña: «Los abusos de la Generalitat son de dominio público»..
HEMEROTECA
Políticos de todo pelaje, e incluso nacionalistas, criticaron ya en la década de los 30 a los catalanistas por querer «descuartizar España» y, mientras tanto, «pedir dinero»
«La desafección de Cataluña (porque no es menos) se ha hecho palpable. Los abusos, rapacerías, locuras y fracasos de la Generalitat y consortes, aunque no en todos sus detalles de insolencia, han pasado al dominio público». Estas contundentes palabras podrían haber sido pronunciadas hoy, inmersa como está España en la batalla por el referéndum de independencia promovida por Artur Mas. Sin embargo, fueron escritas por Manuel Azaña hace nada menos que 77 años.
Junto al que fuera presidente del Gobierno de la República, en la década de los 30 hubo otros muchos intelectuales y políticos de izquierdas, e incluso nacionalistas, que se posicionaron contra los excesos de los autonomismos, sobre todo el catalán. Ya fueran presidentes del gobierno como Juan Negrín, que se llegó a mostrarse abiertamente irritado respecto a este «problema», o ideólogos tan importantes como el considerado padre del nacionalismo gallego,Castelao.
En 1932, poco antes de que se aprobara el primer estatuto de Cataluña, el propio Ortega y Gasset aseguraba que «el problema catalán no se puede resolver, sólo se puede conllevar; es un problema perpetuo y lo seguirá siendo mientras España subsista». Y junto a él, intelectuales como Santiago Ramón y Cajal («deprime y entristece el ánimo considerar la ingratitud de los vascos, cuya gran mayoría desea separarse de la patria común»), Miguel de Unamuno («soy doblemente español, por vasco y por español») o Pío Baroja («los nacionalismos vasco y catalán se fundamentan en textos de segundo orden»). Todos criticaron abiertamente los desmanes nacionalistas y la manipulación e interpretación interesada que creían que habían hecho de la historia de España.
Los autonomismos, un problema
La cuestión regional fue uno de los problemas que contribuyó a acentuar el clima de crisis que se vivía en la Segunda República. Elcatalanismo –que iba un paso por delante de los movimientos autonomistas vasco y gallego– demostraba cada vez más fuerza. De hecho, tras la aprobación del primer proyecto de estatuto, que otorgaba un amplio autogobierno a los catalanes, sus defensores –más federalistas que independentistas– no dudaron en alzar la voz para criticar que éste rebajaba sus pretensiones originales.
De ahí en adelante, el catalanismo fue cada vez más poderoso y exigente políticamente. Y los autonomismos en general comenzaron a representar para la República un problema que había que resolver cuanto antes. La paciencia de muchos políticos e intelectuales estaba llegando a su límite. Y aunque es cierto que no amenazaban la unidad del país, entorpecían los debates constitucionales y no facilitaban el funcionamiento de las instituciones, según defienden historiadores como Émile Témime,Alberto Broder o Gérard Chastagnaret.
El mismo Azaña dejó escritas otras muestras de la «desafección» por parte de Cataluña, al transcribir en su diario la opinión de políticos con los que había intercambiado opiniones. En 1937, por ejemplo, cuando reanudó esa afición por anotarlo todo, recogió el inmenso cabreo del entonces jefe de Gobierno republicano, el socialista Juan Negrín, con el lendakari vasco,José Antonio Aguirre, y lo que para él representaban los nacionalismos en general: «Aguirre no puede resistir que se hable de España. En Barcelona afectan no pronunciar siquiera su nombre. Yo no he sido nunca lo que llaman españolista ni patriotero. Pero ante estas cosas, me indigno. Y si esas gentes van a descuartizar a España, prefiero a Franco. Con él ya nos entenderíamos nosotros, o nuestros hijos o quien fuere. Pero esos hombres son inaguantables. Acabarían por dar la razón a Franco. Y mientras, venga a pedir dinero, y más dinero».
«No queremos separarnos de España»
Estas críticas llegaron incluso de figuras históricas como Castelao. «Nosotros no queremos separarnos del resto de España, no intentamos romper el vínculo de muchos siglos. Lo que queremos es crear una mancomunidad de intereses morales y materiales», aseguraba un mes antes de que comenzara la Guerra Civil, durante un mitin en el Teatro Rosalía de la Coruña.
Y en 1937, añadía aún más contundente: «Quiero proclamar en letras de molde lo que dijimos muchas veces en mítines de propaganda. Creemos que el separatismo es una idea anacrónica y solamente lo disculpamos como un movimiento de desesperación que jamás quisiéramos sentir». Unas palabras que quedaban recogidas en «Sempre en Galiza», la obra en la que Castelao resumía su línea ideológica, y en la que llegaba a asegurar que los galleguistas «no intentaban tronzar la solidaridad de los pueblos españoles, reforzada por una convivencia de siglos, sino más bien posibilitar la reconstrucción de la gran unidad hispánica, o ibérica».
Voces críticas todas ellas que surgieron en un periodo como el de la Segunda República, donde se alimentó el clima de efusión y confianza entre los nacionalistas. Fue el mismo Azaña quien favoreció este crecimiento, a pesar de sus posteriores críticas, al considerar indispensable para la estabilidad de la democracia española dar a los catalanes un nivel aceptable de autogobierno. La misma euforia que se vive hoy, a pesar de la sentencia de 2010, en la que el Tribunal Constitucional aseguraba que «la Constitución no conoce otra nación que la española», y a pesar también de que expertos han declarado recientemente que el referéndum es ilegal y contrario a la Constitución. Parece que el «problema perpetuo» catalán del que hablaba Unamunosigue presente.
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