Santiago -- Ante la crisis económica y social en Chile durante el gobierno de Salvador Allende, el mercado internacional había reaccionado con consecuencia inevitable. La planificación estatizante, las medidas proteccionistas extremas y la politización más radical de la economía hacían cada vez más inviable la salida institucional.
Chile quedó convertido –desde dentro- en un país en el que toda inversión era absurda e imposible. El proteccionismo de la “solidaridad proletaria internacional”, austeros autos rusos, carne china envasada e incomible, y una serie de productos primitivos a los cuales la sociedad chilena, aún la más desprotegida, no estaba acostumbrada. La proximidad de “las tarjetas de consumo” cubanas apareció al menos como hipótesis pensable aunque inviable.
Estados Unidos, el “imperialismo” responsable de todos los males pero también por todas las inversiones, fue el primero en ser atacado y en reaccionar.
Washington puso a salvo sus inversiones en el cobre y otros rubros, se negó a vender armamento al gobierno marxista y a continuar las ayudas financieras y de otro tipo a un país que proclamaba la necesidad de combatir y aniquilar al “imperialismo”.
“Crear uno, dos y muchos Vietnam”, proclamaba el “Che” Guevara y Pablo Neruda llamaba a Chile “el Vietnam silencioso”.
Estados Unidos no quería ni podía tolerar otra Cuba en el continente. Menos aún a la república más antigua y prestigiosa y provista naturalmente de materias primas esenciales y de la costa más larga del Océano Pacífico. Todo esto lo sabían de antemano los marxistas chilenos y pese a ello, en una actitud absolutamente irresponsable, insistieron en radicalizar su política.
En medio de la así llamada “Guerra Fría” que en realidad era una guerra entre la concepción liberal y la totalitaria que pretendía imponerse por la fuerza, los países socialistas, la Unión Soviética y Cuba ante todo, siguieron colaborando con el Chile de Allende para realizar sus planes.
El viaje a Moscu
Pero ello podían hacerlo sólo en la medida en que sus frágiles y artificiales economías lo permitían. Así ocurrió cuando Allende decidió hacer un viaje a Moscú, acompañado por los mayores dirigentes de la Unidad Popular, a pedir la urgentísima ayuda de la Unión Soviética.
“O nos prestan $800 millones y tres mil camiones para obviar las huelgas de transportistas, o el fascismo”.
La respuesta fue dramáticamente dura: $30 millones para pagar los intereses de la deuda ya existente con la Unión Soviética y ni un solo camión.
Allende, decepcionado e indignado, se retiró con su comitiva al hotel que se les había asignado. Allí, a la distancia, pudieron escuchar los cantos de la delegación brasileña que celebraba haber recibido un crédito blando de $800 millones para construir la mayor represa de América Latina. Ello durante el gobierno militar de Brasil. Los rusos, grandes jugadores de ajedrez, ya sabían de la absoluta incapacidad de Allende y la izquierda chilena para hacer una revolución real y que no les costara tanto dinero como los mendicantes guerrilleros cubanos que vivieron siempre a sus costas.
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