Rubalcaba es como seguir montado en una bicicleta sin saber mantenerla derecha...
Rubalcaba, hoy un sufrido figurante, incluso más que bajo el GAL o el Faisán, es como un danzarín grotesco que continúa ensayando cabriolas cuando la música hace bastante tiempo que ha dejado de sonar. De su boca brotan recetas y diagnósticos que, si jamás fueron creíbles, ni siquiera para sus emisores, ahora resultan clamorosamente zafios. Estomagantes incluso para un tonto del montón. Para el destinatario sociológico según sus burdos cálculos, al que tal candidato ofende llamándolo inteligente, con ese recochineo típico del caciquismo izquierdista.
Pero esto es como seguir montado en la bicicleta sin saber mantenerla derecha, ni tener suelo sobre el que evolucionar y hasta sin que exista bicicleta. Los políticos al uso están acostumbrados al pedaleo virtual, se han habituado a la credulidad popular, tienen motivos contrastados en la práctica para fiar sus expectativas al engaño bonito. Sin embargo, hay algo en el rictus de Rubalcaba, en sus inflexiones de voz y en su desgarbado lenguaje corporal, ese que es crecientemente incapaz de llenar sus trajes de impostor asténico, que indica una tribulación perturbadora. Él carece de esa fe en el autoengaño, condición previa para lograr mentir con alegre desparpajo, que tornó exuberante dentro de su ya explícita patología y contando con la riqueza que no había generado él, a Zetapé. El cántabro conoce las limitaciones de la química y la física. Sabe que, llegado el punto de ruptura, hasta la estructura de cristal más imponente estallará en pedazos. A abandonarnos como un desodorante justo cuando menos nos conviene apestar. Que incluso entre nosotros, que vivimos por tradición picaresca de gorra y de prestado, la mentira encandiladora puede llegar a fallar. Actúa el galán en ese instante del final de la fiesta, entre imprevistos abucheos, comenzando a ser incapaz de creerse que el patético montaje que le ha designado como jefe tenga visos de asegurar su compostura.
¿Qué pasará con la ecuación del 11-M, que tantas tardes de gloria, ciertamente mugrienta, le concedió al PSOE? ¿Que consintió que tantos advenedizos tocaran moqueta, se hicieran un sabroso patrimonio y repartieran favores y juguetes caros entre la parentela extensa? ¿Admitirán las reglas de lo no escrito, ni investigable, ni punible judicialmente, que podamos rehacernos? ¿Consentirán que venga una derecha en horas bajas, desmochada de ínfulas, representada ante todo por mujeres decentes, brillantes y excepcionales, para adecentar los establos de Augías que han engorrinado los chorizos y los cantamañanas de la ceja? ¿Tendrán licencia estos pobreticos burgueses del PP para introducir un mínimo y módico contingente de medidas destinadas a impedir que nuestra sociedad arda en holocausto caníbal?
Esa es la gran pregunta. ¿Qué dice aquella antigua computadora que glosara Vicent en los albores felipistas, cuando la suciedad parecía menor? España es un digno y resplandeciente país, lleno de gente cuerda y expectante, pese al progresismo de burbuja infantil. Femeninamente aguardamos la respuesta, al no poder albergar una confianza adulta en el transparente turnismo democrático, según pasa en Occidente. Pues esto no es que llegue un guapete entrenador de fútbol, armado de trucos y ropa de diseño, para que nos invite a madrugar. Esto es aspirar a saber si la nación puede, por una vez, erguirse sin ataduras y ser ella misma a pesar de su mafia dirigente. Y, sobre todo, a pesar de los que mueven los hilos de nuestra nomenclatura corrupta. El pueblo espera escéptico, ante el televisor. La zarrapastrosa fotogenia de Rubalcaba comporta un augurio siniestro. No sabemos aún de qué.
Bernd Dietz es catedrático de Filología Inglesa y escritor
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