Pretendía asaltar los cielos y se va a quedar en un comparsa de utillería, en un mero figurante en la Asamblea de Madrid a la sombra de un pasmarote y de una urraca. El 4-M no sólo consagrará la consolidación de un gobierno de libertades sino que será el último acto de uno de los episodios más inquietantes y pútridos de nuestra reciente historia. Pablo Iglesias no sólo perderá este martes sus plumas de gran pavo real de la izquierda sino que verá esfumarse su relevancia, su influencia y buena parte de su poder. Quedará relegado al papel de un actorcillo de reparto sin más protagonismo que el que le concedan en tertulias y platós.

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Iglesias ejecutó una pirueta suicida. Dejó su despacho de vicepresidente y saltó a la cabecera de cartel electoral para evitar el cataclismo de Podemos. La convocatoria de Isabel Díaz Ayuso le pilló con el pie cambiado, ganduleando en el Gobierno, con problemas en los tribunales y con un partido oxidado. Tuvo que espabilarse, en una reacción improvisada, ante la negativa de algunos de sus fieles a jugarse el pescuezo en la apuesta. Ni su compañera Irene Montero ni su leal Rafa Mayoral, como aquí contó el periodista Luca Costantini, tuvieron a bien sacrificarse en el envite y optaron por sacudirse el riesgo del trastrazo. Ese fue el primer revés. El segundo, cuando su antaño compañero de fatigas Íñigo Errejón le dedicó un estruendoso corte de mangas en venganza por anteriores desprecios. No habría, pues, plataforma común de la extrema izquierda. Iglesias tendría que asumir el riesgo, encabezar su propia lista y jugárselo todo a una sola carta. La suya.

La bandera del miedo

Todo le ha salido mal. En las generales de abril del 2019 ya probó la ácida medicina de una estrategia gritona y equivocada. Apostó por el señuelo de las 'cloacas', cuando tenía el móvil de Dina oculto en el bolsillo, y salió vivo por los pelos. Luego, en la convocatoria de noviembre de ese año, Iván Redondo le salvó el pescuezo y hasta le regaló una vicepresidencia y cuatro sillones en el Consejo de Ministros. En el conglomerado peronista, las trompetas tocan ahora a funerala. Iglesias ha se ha aferrado a la bandera del miedo y el fantasma del fascismo y se va a hundir en el mismo pozo miserable que Ángel Gabilondo, improvisado compañero de dislates y enormidades.

La izquierda, en especial el sector morado, ha consumado una campaña entre el disparate y el ridículo. Ha protagonizado momentos delirantes y episodios tronchantes. Uno muy especial fue la comparecencia de Reyes Maroto ante las puertas del Congreso esgrimiendo la fotografía de una navaja, que resultó ser el disparatado aviso postal de un perturbado reincidente. Maroto, toda una dama de Valladolid, ministra de varias competencias que quizás ni ella misma recuerda, representó la escena con tan escasa convicción que hasta sus propios compañeros le dedicaron un minuto de silencio y lástima. Otro momento grotesco se vivió cuando manaron las desesperadas y amargas lágrimas de Yolanda Díaz, ahora vicepresidenta, al conocer el sainete de las misivas amenazantes mientras estaba en directo en una emisora. Fue un momento trágico, desesperado, de desgarrados aspavientos, entre la Espert y la Xirgu. Teatrillo de ocasión.

Fue la apoteosis de la subordinada, tanto por la sumisión al mando como por el abuso agotador del encadenamiento de frases que caracteriza a la torturada oratoria de la ministra

Al rosario del esperpento se sumó la última deposición de la portavoza María Jesús Montero. Sin rastro de rubor alguno, repitió desde el altillo de la Moncloa, con su desconsiderada verborrea, todos los eslóganes pergeñados estos días en la factoría de ficción de Iván Redondo. Desde la amenaza del fascismo, el 'cordón sanitario" contra Vox, el odio que viene, la ultraderecha que va, el monstruo franquista, la Corona perdularia y así, uno tras otro, atropellada y mitinera, servil y descarada. Fue la apoteosis de la subordinada, tanto por la sumisión al mando como por el abuso agotador del encadenamiento de frases que caracteriza a la torturada oratoria de la ministra.

Las peroratas de Iglesias, que antaño envalentonaban a unos y amedrentaban a otros, se han convertido en quincallería de baratija. Madrid no cree en sus lágrimas, en su rollo victimista, en su llantina oportunista

Pablo Iglesias se ha consagrado, sin duda, en la cima del ridículo con su empeño en vertebrar el eje de su despavorida campaña en torno a las cartas con balas y las amenazas con navajas. Tan desesperado ha sido el empeño que incluso intentó embadurnar a la Corona en su deslavazada estrategia. El líder de la revolución caraqueña ha perdido sus garras, ha echado barriga, se ha atusado el moño y parece gastar más tiempo en colocarse los aretes que en adecentar el discurso. Sobreactuado, excesivo, hiperbólico en las denuncias, desmedido en las acusaciones, las peroratas de Iglesias, que antaño envalentonaban a unos y amedrentaban a otros, se han convertido en quincallería de baratija, en palabrería de saldo. Madrid no cree en sus lágrimas, en su rollo victimista, en su llantina agorera y oportunista. "No tengo derecho a quejarme o lloriquear", había dicho hace un par de años con relación a sucesos sobre amenazas como los de ahora.

Desde su entrada como socio en el Gobierno, el caudillo morado ha ejercido como resorte y excusa de Pedro Sánchez para avanzar en su agenda ideológica. Un radical empeño que se ha plasmado en la embestida a las instituciones, el asalto a la Justicia, el cerco a la Corona, el ninguneo a la oposición, la mordaza de los medios independientes, el desprecio al Parlamento o la ocupación de los organismos públicos como RTVE, CIS, BOE...

La maldad, el mal, la perfidia, Roures

Sánchez no enviará aún a Iglesias al trastero de los cachivaches inútiles. Aunque poco, Podemos puede servirle. Sus objetivos ahora son las vacunas y los fondos de Bruselas. Iglesias, descolocado, poco pinta en este escenario. Madrid se dispone a darle la gran patada, a devolverle los insultos, las burlas y los agravios que le ha dedicado todos estos años. Iglesias es la negación de cuanto significa, defiende y representa la Comunidad. Se creía Kirk Douglas en Espartaco y resultó Peter Sellers en El Guateque. "Nació del mal para hacer el mal", le acaba de describir Ayuso, con certera precisión. La duda es saber dónde irá ahora a hacer el mal. Está claro, ya lo ha anunciado, que no será a un escaño tedioso y gris del grupo más insignificante de oposición. Parece que más bien encaminará sus pasos hacia un biotopo amigable y afín, donde Roures, trotskista, millonario y tóxico, quizás sin pensar en que "la maldad chupa la mayor parte de su propia ponzoña y se envena con ella", cual advertía Séneca. Así sea.