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MATEO MATHAUS: THE WORLD NOW

GATO DE SCHRÖDINGER O LA PARADOJA SCHRÖDINGER

GATO DE SCHRÖDINGER O LA PARADOJA SCHRÖDINGER

FISICA CUÁNTICA...LO MAS FÁCIL ES ESTO: "LA VOLUNTAD DE LOS HOMBRES Y EL DESARROLLO DE LA NATURALEZA TRANSFORMAN EL MUNDO..QUE SIEMPRE VA EN PROGRESO CONSTANTE A PESAR DE SUS RETROCESOS TEMPORALES."..Mateo Mathaus..BESETES..

Mabel Misrach
42 min · 
 

Hace años que me vengo topando con la mencion de el experimento del gato de Schrödinger o la paradoja Schrödinger..y debo reconocer que nunca lograba entenderla!..jajajaj..Hasta que hoy me tope con este articulo que les copio abajo..y que con un lenguaje simplista muy a la altura de mis capacidades sobre estos temas, logro por fin que la comprendiera.Puffff, es bueno guardar en un cajon áquello que no se comprende..siempre esta la esperanza de que en un futuro alguien eche luz sobre aquello que nos es incomprensible.Y comentario aparte..esto me hizo tan feliz como un niño con juguete nuevo!..

En los límites de la realidad

Publicado por Miguel Ángel Sabadell

El acto de observar modifica la perspectiva del observador. El descubrimiento de América cambió la forma de ver nuestro planeta; saber que las galaxias eran otras islas de estrellas muy lejanas mudó nuestra percepción del universo; pero la exploración del mundo subatómico nos ha llevado muchísimo más lejos, a un lugar que nadie esperaba encontrar: cuestionar la esencia misma de la realidad. “Si alguien dice que puede pensar en los problemas cuánticos sin sentir vértigo, sólo demuestra que no ha comprendido lo más elemental de ellos”, señaló en cierta ocasión a uno de sus discípulos Niels Bohr. Y es verdad. La teoría cuántica es, aparentemente, tan absurda y con tanto sinsentido que, más de cien años después de ser planteada, todavía sigue siendo un misterio.

Nuestro modelo del mundo proviene de nuestras propias percepciones. Sin embargo, eso no quiere decir que sea real, por lo menos en todas las escalas. Un anillo de oro puede parecer muy sólido, pero está formado casi completamente por espacio vacío; la bola de billar blanca no golpea a la roja, sino que los campos eléctricos de los electrones de los átomos que las componen se repelen: si no fuera por ellos, una pasaría a través de la otra sin enterarse. Pero la teoría cuántica ha llegado mucho más lejos. Según ella, la realidad misma, entendida como algo objetivo que se encuentra ahí fuera, deja de existir, es sólo una ilusión. No vemos las cosas en sí mismas, sino aspectos de lo que son.

Todo tiene su origen en la naturaleza de la luz. Durante siglos los físicos discutieron si era una onda, como lo son el sonido o las olas del mar, o una nube de innumerables partículas, como los balines disparados por una escopeta de feria. A principios de este siglo los físicos estaban estupefactos: había fenómenos que únicamente se podían explicar si la luz se comportaba como una onda, y otros en los que debía ser una partícula. La solución, sorprendente, estaba en aceptar lo imposible: que la luz era ambas cosas a la vez. Y el golpe de gracia: la materia también se comporta igual. Los electrones no son pelotas únicamente, y esto es algo que a los científicos les costó mucho aceptar. Y más que se comporten de una forma u otra en función de lo que queramos ver, como en el conocido dicho ‘las cosas son del color del cristal con que se miran’.

La consecuencia de aceptar esto es terrible: el ser humano ha dejado de ser un ser aparte, separado de la naturaleza y de los actos de observación. Al observar, modificamos el mundo. Aún más, al observar hacemos que el mundo sea de un modo y no de otro. Pero el mazazo definitivo lo dio un físico enamorado del mundo griego, Werner Heisenberg. El mundo clásico desapareció cuando demostró una indeterminación fundamental: o bien conocemos la trayectoria de un protón, o bien conocemos su posición; pero no ambas. Hay que dejar muy claro que no se trata de un problema de nuestros instrumentos de medida; es una indeterminación fundamental de la naturaleza. Cuanto más exploramos el mundo subatómico, mayor es la indeterminación que observamos. Cuando un fotón choca con un átomo haciendo saltar uno de sus electrones a una órbita superior, el electrón lo hace instantáneamente, sin atravesar el espacio intermedio. Lo mismo que las órbitas atómicas están cuantizadas, el electrón deja de existir en un punto para aparecer simultáneamente en otro: este es el famoso y desconcertante salto cuántico. Incluso la noción de causalidad desaparece, quedando únicamente la probabilidad de que algo suceda. Podemos arrojar una pelota todo lo que queramos contra una pared, porque no siempre rebotará; esto es sólo probablemente verdadero. En alguna ocasión la pelota irá a otro sitio y sólo podremos decir que hay una cierta probabilidad de que eso suceda.

Que la física cuántica rompiera con el confortable determinismo clásico no gustó a muchos. Entre ellos se encontraba el inigualable Albert Einstein: “La mecánica cuántica -dijo en cierta ocasión- es imponente, pero una voz interior me dice que no es lo real. La teoría dice mucho, pero no nos acerca verdaderamente al secreto del ‘viejo’. Yo, al menos, estoy convencido de que Él no juega a los dados”. Uno de esos juegos de dados es la desintegración radiactiva.

Desde el descubrimiento de la radiactividad por Henri Becquerel en 1894 sabemos que hay átomos que son inestables. Para estabilizarse se desintegran, emitiendo un electrón, dos protones y dos neutrones pegados o, simplemente, luz de muy alta energía. La cuestión es que, a pesar de ser capaces de saber si un átomo se va a desintegrar o no, somos incapaces de predecir cuándo lo hará. Lo máximo que podemos hacer es predecir que, por ejemplo, transcurrida una hora hay un 50% de posibilidades de que un átomo se desintegre. Dicho de otro modo: tras una hora no hay forma de saber si ese átomo se ha desintegrado a no ser que miremos. Esto hace del acto de observar algo fundamental: si no lo hacemos, para nosotros ese átomo está en una especie de limbo desintegrado y no-desintegrado.

Esta idea quizá no nos llame la atención; puede, incluso, parecernos demasiado lejano de nuestro mundo cotidiano y real. Ahora bien, imaginemos ahora la siguiente situación: tomemos esa misma sustancia radiactiva como motor de un sutil mecanismo. Si un átomo de esa sustancia se desintegra, se dispara un martillo que rompe una ampolla rellena de un gas letal. Ahora metamos en una caja este dispositivo y un gato. Transcurrida una hora somos incapaces de decidir si el gato está vivo o muerto. Desde nuestro punto de vista, el gato tiene un 50% de posibilidades de estar vivo y otro tanto de estar muerto. Está en un limbo vivo-muerto. Únicamente si abrimos la caja sabremos lo que pasa. Démonos cuenta de que este desconocimiento no lo es por ignorancia de lo que ocurre, sino porque las leyes que rigen la desintegración radiactiva son probabilísticas. En definitiva, lo que nos dice la física cuántica es que el estado del gato no existe hasta que lo observamos. En el momento de abrir la caja es cuando su existencia, que hasta entonces era una mezcla de vivo y muerto, se decanta por una cosa o la otra. Este experimento mental es el gato de Schrödinger.

El carácter probabilístico de la mecánica cuántica nos lleva a una consecuencia terrible: no existe ninguna realidad profunda. Mientras nadie los mida, los objetos cuánticos no tienen ningún atributo, ninguna propiedad intrínseca. Esta es la llamada interpretación de Copenhague, la corriente ortodoxa dentro de la física. Vivimos, pues, en un mundo fantasma, donde nada hay definido hasta que se mide. Las consecuencias de esta interpretación no preocupan demasiado a los físicos. La teoría cuántica satisface el principal criterio de una teoría, estar de acuerdo con los resultados experimentales, luego, ¿qué más da lo que implique filosóficamente? Ante semejante panorama no es de extrañar que Eintein dijera: “Si la mecánica cuántica fuera correcta, el mundo estaría loco”. A lo que muchos físicos le responden: “Einstein tenía razón. El mundo está loco”. La única forma de salvar la realidad objetiva del mundo, donde las cosas tienen propiedades definidas independientemente de que sean observadas, es admitiendo que la mecánica cuántica no representa una explicación completa de la realidad. Esto es, que existe un mundo oculto, una especie de gigante Atlas que sostiene el mundo y le da sentido más allá de la nube de probabilidad en que vivimos. A esta propuesta se la conoce como la teoría de variables ocultas. Einstein fue uno de sus más fervientes defensores, pero no sería hasta los años 50 cuando se convertiría en una teoría completa de manos del apóstata de la mecánica cuántica: David Bohm. Su teoría es la única totalmente determinista, pero debe pagar un precio por garantizar que cada partícula del mundo posea siempre una posición determinada: la no localidad. Esto es, lo que pasa en una cierta región del espacio instantáneamente tiene su efecto en otra, independientemente de lo alejadas que estén. No es de extrañar que Bohm se haya convertido en gurú de místicos y parapsicólogos…

Ahora bien, el gato sí debe saber si está vivo o muerto, aunque nosotros no lo sepamos. Claro que, hasta donde sabemos, el gato no tiene conciencia de sí mismo, por lo que poco puede ayudarnos en el dilema. Por tanto, sustituyamos al gato por un ser humano, conocido en la comunidad de los físicos como el amigo de Wigner, por ser Eugene Wigner el que planteó este dilema. Con alguien así dentro de la caja, si al abrirla lo encontramos vivo podemos preguntarle qué ha sentido en esa situación esquizofrénica de vivo-muerto. Por supuesto, él nos dirá que nada especial… excepto un gran alivio por seguir vivo tras ser sometido a tan sádico experimento. La interpretación de Wigner es, por tanto, que la teoría cuántica colapsa en el momento que entra en juego la conciencia: cuando la observación penetra en la conciencia de un observador es cuando aparece la realidad. La Luna existe porque alguien la observó en algún momento.

Como cabía esperar, las ideas de Wigner han sido muy criticadas. No sólo porque otorga a la conciencia un papel preponderante, sino por otras dificultades. Una de ellas es la siguiente. Supongamos que en vez de abrir la caja, ponemos una cámara instantánea que hace dos fotografías al terminar el experimento, A y B. Andrés coge la A y Benito la B, pero el primero en ver la fotografía es Benito, que ve al gato vivo: el átomo no se ha desintegrado. Es en este momento, según Wigner, cuando se construye la realidad: en la fotografía A que verá Andrés aparecerá, evidentemente, el gato vivo. Ahora bien, B se tomó después que A, luego cuando la cámara hizo la primera fotografía (A), la segunda (B) todavía no se había tomado. Pero es el acto de ver primero la segunda foto (B) lo que obliga a que la primera (A) presente al gato vivo. Lo que tenemos aquí es una causalidad retroactiva, dicho de otro modo, la causa de que en la fotografía A apareaca el gato vivo está en el futuro, en la segunda fotografía (B).

En la misma línea se encuentra la interpretación de uno de los físicos más imaginativos de este siglo y maestro de premios Nobel: John Archibald Wheeler. Para él, el pasado sólo existe en la medida en que queda registrado hoy, y lo que hemos registrado es porque hemos escogido qué registrar: “el acto de observar es un elemental acto de creación”, dice Wheeler. Su mensaje es claro: ningún fenómeno elemental es un fenómeno hasta que es un fenómeno observado. Su postura se diferencia de Wigner en que no apela a la conciencia, sino a la observación. El universo entero debe su existencia a que ha sido observado.

En el otro extremo de este juego de interpretaciones se encuentra la propuesta de Hugh Everett III en 1957, posteriormente retomada por Neil Graham y Bryce De Witt en 1970: la hipótesis de los universos paralelos. La idea subyacente es que todo es real. El gato no está en ningún limbo, sino que se encuentra vivo ymuerto. Claro que no puede estar de ambas formas a la vez en el mismo universo. Por eso, cada vez que se produce una “alternativa” cuántica, el cosmos entero se escinde en dos. Así, en una de las ramas del universo el gato está muerto y en la otra, vivo. Evidentemente, nadie es consciente de esta multiplicación de universos ni nadie, salvo en la ciencia ficción, puede viajar de uno a otro. La idea de nuestro propio cuerpo y nuestra propia conciencia dividiéndose en miles de millones de copias es sorprendente, aunque la teoría matemática subyacente es absolutamente coherente. “Cada transición cuántica -explicaba De Witt- que tiene lugar en cada estrella, cada galaxia, en cada remoto rincón del universo está dividiendo nuestro mundo local en miríadas de copias de sí mismo. ¡Es esquizofrenia con ganas!”

Una locura.

No se preocupe si leer esto le ha levantado dolor de cabeza. A los físicos les ocurre lo mismo. El propio Stephen Hawking comentó en cierta ocasión: “Cuando oigo hablar del gato de Schrödinger, cojo mi revólver”.

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